Por la dignidad humana 3: Cabeza de Turco

Fue en 1985, Günter Wallraff publicó su libro Cabeza de turco. Se trata de un relato periodístico que muestra cómo el autor se hace pasar por un inmigrante turco en la República Federal Alemana durante la década de los 80. Gracias al escritor mexicano Enrique Díaz Álvarez por sus palabras para este episodio.

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  • Anfitrión: Jacobo Dayán
  • Episodio: 3
  • Duración: 9:32
  • Etiquetas: #DerechosHumanos, #pandemia, #migración, #CabezaDeTurco, #JacoboDayán, #GünterWallraff, #Alemania

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Transcripción de Por la Dignidad Humana Capítulo 3

Anfitrión: Jacobo Dayán
Invitado: Enrique Díaz Álvarez

Capítulo 3. Cabeza de turco

Intro: I had a dream that all man are created equal (voz de Martin Luther King). CulturaUNAM presenta. Porque parece que no todos nacemos iguales. Que no se garantizan los derechos humanos. Que la justicia no es justa. Por eso debemos hablar [Dos voces de locutoras] [Fragmento de El Aguante de Calle 13]. Por la Dignidad Humana. Un podcast de la Cátedra Nelson Mandela.

[Habla narradora]: En 1985 Günter Wallraff publicó su libro Cabeza de turco. Se trata de un relato periodístico que muestra cómo el autor se hace pasar por un inmigrante turco en la República Federal Alemana durante la década de los 80. Wallraff expone y denuncia las tareas ingratas, los horarios extenuantes, los riesgos para la salud y toda clase de violaciones para los derechos humanos que viven los inmigrantes todos los días. Habla el escritor mexicano Enrique Díaz Álvarez con un fragmento de su libro El traslado. Narrativas contra la idiotez y la barbarie sobre la experiencia de Günter Wallraff.

[Habla Enrique Díaz Álvarez]: Fragmento de El traslado de Enrique Díaz Álvarez.

“Un impostor ejemplar.” En 1983 el periodista alemán Günter Wallraff decidió disfrazarse. La historia de su personaje de investigación es un hito del periodismo moderno. No fue capricho pasajero, se trataba de un recurso con un trasfondo ético. Todo surgió a raíz de la curiosidad. Wallraff cuenta que por aquel entonces le inquietaban las lamentables condiciones de vida de los extranjeros en la República Federal Alemana. Gracias a lo que leía en los diarios era consciente del endurecimiento progresivo del derecho de asilo y la reclusión de inmigrantes en guetos. Sabía de la desesperación de muchos de ellos, ante la creciente xenofobia y la imposibilidad de regresar a sus países de origen. La cuestión es que, aunque Wallraff estaba enterado de esa clase de situaciones, pensó que nunca las había vivido. Lo extraordinario no es esta epifanía, desde luego, sino que hizo algo al respecto. Es de esa curiosidad que nació Cabeza de turco, una investigación periodística en la cual se hizo pasar por un inmigrante ilegal.

En el prólogo de ese libro, Wallraff relata cómo planeó durante diez años la representación de su personaje. Una vez que tuvo definida la estrategia, empezó su metamorfosis: primero decidió ponerse una peluca negra, luego dejarse el bigote y, finalmente, encargó a un oftalmólogo un par de lentes de contacto color muy oscuro. Estos aditamentos, junto con un cambio de ropa y una nueva actitud corporal, le hicieron parecer varios años más joven. En lugar de las cuarenta y tres que tenía Wallraff pasaba por un joven de entre veintiséis y treinta años. Si este periodista tardó tanto en contemplar los detalles de su plan es porque presentía lo que le aguardaba el encarnar la vida de un turco sin papeles. Después de la transformación física, Wallraff se concentró en poder imitar el alemán que hablan los extranjeros. En el fondo temía más que lo descubrieran por su forma de hablar que por su peluca. Los recursos para tratar de evitar esto fueron varios: omitir algunas sílabas finales, trastocar la construcción de una fase o, simplemente, confundir palabras. Para poner a prueba a Alí, nombre con el que bautizó a su entrañable personaje. Wallraff se paseó por algunos tabernas que frecuentaba. La intentona fue un éxito. Ni los tertulianos ni los dueños lo reconocieron. Después del éxito obtenido en este ensayo general, Wallraff decidió que estaba listo para poner en marcha su proyecto. Al día siguiente, este reportero heterodoxo, puso en los avisos de ocasión de empleo local el siguiente anuncio: “extranjero fuerte busca trabajo. No importa cuál. Incluso pesado y de limpieza. También por poco dinero. Ofertas al número: 358458.” No pasó mucho tiempo para que Wallraff recibiera y aceptara ofertas. Durante dos años Alí hizo los trabajos que ningún alemán estaba dispuesto a hacer. Entre las diversas ocupaciones que desempeñó fue: pintor de techos, brasero, organillero, limpiador de inodoros y empleado de un McDonald's. Los empleos cambiaban pero las condiciones laborales eran similares. Alí solía ganar menos de lo estipulado por la ley, trabajaba más horas de lo debido, junto a otros indocumentados, y carecía de medidas de seguridad y de prestaciones sociales. Entre las peores experiencias estuvo el haber sido conejillo de indias humano, para la industria farmacéutica, y obrero para una empresa metalúrgica despiadada. Finalmente, Alí, ese personaje que encarna a tanto seres humanos, terminó trabajando como chofer de un empresario que no tuvo inconveniente en organizar un escuadrón de inmigrantes, sin papeles, para limpiar una supuesta avería nuclear que, de haberse llevado a cabo, hubiera significado la muerte de esos hombres a causa de la radiación. La investigación de Wallraff puso en evidencia cómo a los extranjeros les eran asignados, invariablemente, los trabajos más desfavorables y riesgosos para la salud. La explotación de esas personas era posible porque los empleadores sabían administrar la desesperación y precariedad de sus refugiados. Y es que por aquel entonces, la mayoría de los inmigrantes no se atrevía a manifestar objeción alguna a un fin de tareas inhumanos, por miedo a perder el trabajo, que otros muchos desesperados estarían dispuestos a realizar en su lugar. Este círculo vicioso solía traducirse en importantes trastornos físicos y psíquicos: era común que los obreros extranjeros sufrieran necrosis, ansiedad, vómitos, depresión y bronquitis. Su esperanza de vida era sensiblemente más corta que el promedio de los obreros alemanes.

Si la vida laboral de Alí fue un purgatorio, la calle tampoco le dio demasiada tregua. Cotidianamente fue objeto diversas formas de exclusión, desde el hecho de que nadie quería sentarse a su lado en el autobús; o soportar múltiples comentarios racistas. Con el paso de los días, este periodista encubierto descubrió el camino que va de la indiferencia y el desprecio, a la franca hostilidad. Alí se convirtió en uno de los innumerables marginados que deambulan por nuestras ciudades, el enésimo chivo expiatorio de la contemporaneidad. Aún con el cuidado que ponía en su representación, a Wallraff nunca dejó de sorprenderle que la gente no se diera cuenta de que algo no cuadraba en Alí. Estaba convencido de que cualquier alemán que se hubiera tomado la molestia de escuchar, verdaderamente, a un inmigrante griego o turco lo hubiera descubierto al instante. Durante todo el tiempo de su impostura sólo sospechó o desconfió de su personaje un compañero de trabajo. Con su transformación Wallraff logró que muchos alemanes le trataran por aquel que mostraba la máscara. No tardó demasiado en experimentar en carne propia la crueldad que buena parte de las sociedades, de acogida, despachan a los migrantes extranjeros. Su disfraz le permitió sentirse, literalmente, como la más ínfima de las basuras.

Cito: “Yo era el bufón al que todo el mundo dice la verdad sin tapujos. Yo no era un auténtico turco, eso es cierto. Pero hay que enmascararse para desenmascarar a la sociedad. Hay que engañar y fingir para averiguar la verdad.”

El proceso y las consecuencias de este ejercicio de inmersión son tan interesantes como el reportaje mismo. En numerosas ocasiones Wallraff ha conversado cómo el agotamiento, el desprecio y la humillación que sintió al poner en juego su representación, le dejaron algunas secuelas psicológicas. El daño a la vulnerabilidad de Alí lo transformó como persona. Cosas de la metamorfosis. Hasta el día de hoy Wallraff no se explica cómo un inmigrante extranjero asimila por tanto tiempo el odio, la hostilidad y las humillaciones cotidianas. Lo que sí sabe o aprendió después de esa mítica transformación es todo lo que tienen que soportar. Y es que la peluca, el bigote, las lentillas y toda esa puesta en escena le permitió descubrir el apartheid, el perjuicio, el desprecio que suelen encubrir nuestras sociedades democráticas hacia los inmigrantes más pobres.

Wallraff actúa para interpretar un papel y destino que la sociedad les ha asignado a sus extranjeros marginados, sus parias. Como los grandes actores Wallraff logra habitar una situación en un cuerpo que no es suyo, vive de prestado, intenta bajo todos los medios y artilugios posibles meter la nariz y ponerse en lugar de las víctimas, de los perdedores, de los desposeídos; de esos sujetos que, a su juicio, no tienen voz ni sitio en la sociedad contemporánea: los superfluos. Al pasar las páginas de su libro, me era difícil no pensar en aquella fase de Elías Canetti: “Yo soy exactamente lo que ves, dice la máscara, y todo lo que temes detrás.” No es fácil escribir sobre el dolor y el sufrimiento ajeno, el ejercicio de Wallraff tiene la virtud de desvelar la vigencia de los racismos, sin atentar contra la dignidad de los más débiles o vulnerables. Su narrativa parte del respeto, no cede a la lágrima fácil o a la palmadita en la espalda. Esta cualidad le permite escapar tanto del cinismo y del morbo, como del paternalismo barato, que es igual de desagradable. No es misericordia o piedad lo que el lector experimenta al ponerse en los zapatos de Alí, más bien consternación y vergüenza. Rabia. Si el lector termina conmovido por el trato que los alemanes, entonces, deparan a ese migrante sin papeles, es porque intuye, o es consciente, de que su caso es el reflejo vivo de tantas otras existencias concretas, el simulacro como un espejo para mirar a la cara a millones de refugiados y desplazados en el mundo. La pobreza, ya se sabe, sufre en silencio. Bajo estas circunstancias, la máscara de Alí es un artilugio valiente y eficaz para visibilizar otras experiencias de vida. Su historia confronta nuestra indolencia, nos pone en relación con la alteridad.

Finalmente Cabeza de turco se publicó en octubre de 1985, su denuncia sobre la violación de los derechos humanos de los inmigrantes tuvo un impacto social inmediato. El libro no sólo fue éxito de ventas y se tradujo a más de treinta y ocho lenguas, sino que cambió la realidad misma de los trabajadores migrantes. El ministerio de trabajo alemán de entonces creó una unidad de inspección que se llamó Grupo Alí con lo que se visitaron las empresas señaladas, una por una. Muchas tuvieron que pagar indemnizaciones millonarias. Y a los trabajadores que estaban trabajando de ilegales, terminaron dándoles contratos de trabajo. Además, generalizó el trabajar con cascos y mascarillas. En fin, a treinta y cinco años de este impostor ejemplar, podemos ver hasta qué punto una narrativa puede tener implicaciones en la defensa de los derechos humanos.

CulturaUNAM presentó.

UNAM

[Fin de Podcast]

Semblanza de invitado

Enrique Díaz Álvarez (Ciudad de México, 1976) doctor en filosofía por la Universidad de Barcelona y profesor de filosofía y Teoría política contemporánea, arte y poder en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales y en el posgrado de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.

Por la dignidad humana

Por la dignidad humana busca generar conciencia y profundizar en el vínculo entre los derechos humanos, el pensamiento crítico y el quehacer de las artes. Ante un entorno nacional y global de violencia creciente, resulta primordial poner el foco en la dignidad humana, la cultura de paz y la promoción y exigencia de los derechos humanos por medio de la cultura y el arte.

Jacobo Dayán

Jacobo Dayán

Anfitrión

Jacobo Dayán es especialista en Derecho Penal Internacional, Justicia Transicional y Derechos Humanos. Fue director de contenidos del Museo Memoria y Tolerancia, investigador de eventos de macro criminalidad en México en el Seminario sobre Violencia y Paz de El Colegio de México y coordinador de la Cátedra Nelson Mandela de Derechos Humanos en las artes de la UNAM. Es el director del Centro Cultural Universitario Tlatelolco de la UNAM, profesor en la Universidad Iberoamericana de la materia Genocidio y Crímenes contra la Humanidad y columnista en Animal Político.

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